Indagando por la revista "El monitor educativo" encontré esta nota por Fanfani un autor que estamos frecuentando mucho .
Emilio Tenti Fanfani plantea una
revisión de los debates sobre el trabajo docente en las
últimas décadas. Nos habla de lo importante y riguroso que es la tarea docente donde no es una actividad neutra, no es un trabajo individual sino doblemente colectivo. Es colectivo en la medida en que el maestro no trabaja solo, sino que la enseñanza aprendizaje es el resultado de un
trabajo en equipo .
Micaela .
Particularidades del oficio de enseñar
Emilio Tenti Fanfani*
Desde el punto de vista sociológico no existe algo así como “un ser docente”. La docencia, al igual que cualquier
otro objeto social, no es una sustancia que posee una
esencia que es preciso descubrir y definir de una vez por
todas. Su especificidad puede ser definida a partir de la
identificación de un conjunto de características, cuya
combinatoria define su particularidad en cada sociedad
y en cada etapa de su desarrollo.
Digamos en primer lugar, la docencia es un servicio personal, es un trabajo con y sobre los otros y, por lo tanto,
requiere algo más que el dominio y uso de conocimiento técnico racional especializado. El que enseña tiene que
invertir en el trabajo su personalidad, emociones, sentimientos y pasiones, con todo lo que ello tiene de estimulante y riesgoso al mismo tiempo. Por otra parte, los
que prestan servicios personales en condiciones de copresencia deben dar muestras ciertas de que asumen
una especie de compromiso ético con los otros, que les interesa su bienestar y su felicidad.
Por otro lado, es preciso tener presente que el trabajo del
maestro es cada vez más colectivo, en la medida en que los
aprendizajes son el resultado, no de la intervención de
un docente individual, sino de un grupo de docentes que,
en forma diacrónica o sincrónica, trabajan con y sobre
los mismos alumnos. Pese a esa especie de “fordismo pedagógico” que todavía tiende a dominar en muchas escuelas, es obvio que el tipo de cooperación mecánica y
aditiva (lo que hace un maestro se suma a lo que hacen
otros) tiene limitaciones insalvables. Por lo tanto, para
aumentar la “productividad” del trabajo docente será preciso reconocer que los efectos de la enseñanza sobre los
aprendices son estructurales; son el efecto de una relación.
Mientras más integrada es la división del trabajo, mejores serán los resultados obtenidos en términos de aprendizajes efectivamente desarrollados.
Otra característica distintiva del trabajo docente es que
se trata de una actividad especializada a la que le cambian
radicalmente los problemas a resolver. En este sentido, el
contenido del trabajo docente cambia con el tiempo, como sucede con los objetos de las ciencias sociales (Augé,
M.; 2008). Los profesionales de la salud también deben hacer frente a nuevas patologías. Las enfermedades también tienen historia social y cambian con el tiempo, pero no podría decirse que las “nuevas patologías” reemplacen radicalmente a las antiguas en el trabajo cotidiano
de la mayoría de los médicos. Estos ocupan la mayor parte de su tiempo en resolver problemas conocidos (por
ejemplo, enfermedades infecciosas, gastrointestinales,
cardiológicas, etcétera) con diagnósticos y terapias más
o menos novedosos. Los que evolucionan son los recursos
tecnológicos disponibles para atacar viejas y nuevas enfermedades, pero el ritmo de cambio en los problemas
no es tan acelerado y radical como en el caso de la educación
1
. Esta es quizás una de las razones por las cuales
en el campo de la pedagogía es tan difícil acumular conocimientos. Cada vez en mayor medida, el docente tiende a ser una especie de “improvisador obligado”, un artesano que fabrica las herramientas al mismo tiempo que
las va necesitando. En el campo de la enseñanza, el equilibrio entre conocimientos prácticos y formalizados se desplaza sin cesar hacia el segundo término de la relación.
La docencia como trabajo cada vez más concreto
Por tener que atender situaciones cada vez más complejas, el trabajo de los docentes se vuelve cada vez más
“concreto”, es decir, contextualizado. Cualquier trabajo es
más “concreto” (en el sentido marxista clásico del término) cuando el que lo ejecuta usa no solo sus competencias genéricas (determinados procedimientos técnicos)
sino sus propias cualidades personales, tales como el interés, la pasión, la paciencia, la voluntad, sus convicciones, la creatividad, la capacidad comunicativa y otras cualidades de su personalidad que no están codificadas ni
estandarizadas, ni se pueden aprender fácilmente mediante “cursos” o entrenamientos formales.
En las condiciones actuales, el oficio tiende a construirse cada vez más a través de la experiencia y no consiste tanto en ejercer un rol o una función preestablecida (incluso
reglamentada), sino en construirla usando la imaginación
y los recursos disponibles. La personalidad como totalidad se convierte en una competencia para construir su
función. En este sentido, puede decirse que el trabajo del
docente se convierte en performance (Virno, P.; 2004). Esdecir, un trabajo sin producto, una representación (como
la del artista). El éxito o fracaso de su “función” tiende a
verse como producto de una personalidad. No es que hayan desaparecido las normas que enmarcan su trabajo
en el contexto de una organización todavía burocrática (o
de burocracia degradada), sino que las nuevas condiciones les obligan a definir su oficio como una realización habilidosa, como una experiencia, como una construcción individual realizada a partir de elementos sueltos y hasta
contradictorios: cumplimiento del programa, respeto a
un marco formativo, preocupación por la persona del
aprendiz, respeto por su identidad, particularidad y autonomía, búsqueda de rendimientos, realización de la
justicia, etcétera. Es obvio que existe una tensión no resuelta, o más o menos bien resuelta, por cada agente entre las exigencias del funcionario (que cumple una función, respeta un reglamento, se hace responsable del
logro de objetivos sistémicos o de política educativa general, etcétera) y las del sujeto actor (autónomo, creativo, responsable, etcétera).
Sentidos diversos de la profesionalización docente
La profesionalización parecería ser la respuesta “universal” a todos los nuevos problemas que enfrentan quienes ejercen este viejo oficio. Pero, más allá de los discursos ideológicos e interesados, existe más de una forma de
entender la “profesionalización docente”. Muchas de las
propuestas de profesionalización se inscriben en políticas
más amplias que buscan introducir cambios sustantivos
en la organización del sistema educativo como totalidad
(descentralización, autonomía de las instituciones, financiamiento a la demanda) y en la dinámica y estructura
de las propias instituciones educativas autónomas (el director como “gerente” o “gestor” del proceso de formación, con capacidad de contratar docentes, “liderar” proyectos institucionales, coordinador del trabajo en equipo).
En este sentido, el programa de profesionalización docente no sería más que la transferencia (con las necesarias adaptaciones) de los modelos de organización y gestión del nuevo capitalismo postfordista y globalizado al
campo de la educación pública.
Pero este es solo uno de los sentidos posibles de la profesionalización, ya que en el debate sobre la profesionalización docente se enfrentan dos tipos puros de racionalización laboral. Por una parte, el modelo “tecnológico”
y, por la otra, el modelo “orgánico”. El primero, en línea
con los principios tradicionales de la burocracia, privilegia
la racionalidad instrumental (medio/fin), la optimización
de los recursos, la eficiencia en el uso de los mismos y la
estandarización de objetivos y de procedimientos, la medición y evaluación de resultados, etcétera. Mientras queel segundo apunta a la puesta en práctica de lógicas
“indefinidas e interactivas”, confiando en una especie de
“improvisación normalizada” (Lang, V.; 2006).
Desde este segundo paradigma no se trata solo de
imponer una racionalidad de tipo instrumental, sino
de realizar una actividad que se fundamenta en consideraciones culturales, ético/morales y políticas.
Mientras que en el primer modelo reina el profesional
como tecnócrata, en el segundo predomina la idea de
un profesional “clínico”. Es decir, capaz de diagnosticar, de definir estrategias en función de diversos esquemas y lógicas (no solo instrumentales) y de producir resultados mensurables y no mensurables,
inmediatos y mediatos, etcétera.
El primer modelo privilegia un control técnico de la actividad (mediante la estandarización de procedimientos
y objetivos, evaluación en función de resultados inmediatos, mensurables y preestablecidos.); el segundo confía en un autocontrol basado en la autonomía y la responsabilidad del colectivo docente.
Todo parece indicar que la mayoría de las políticas de
profesionalización docente, que se ensayaron con mayor
o menor éxito durante el tiempo de las denominadas
“reformas educativas de los años 90”, se inspiraron más
en la racionalidad técnico-instrumental que en la racionalidad orgánica. La mayoría de ellas tendieron a proponer mayores dosis de “autonomía” y la “accountability” de los docentes (a la vez que apelaban a su creatividad, su compromiso, liderazgo, trabajo en equipo, por
proyecto, etcétera), al mismo tiempo que desplegaban
un conjunto de dispositivos de medición de calidad de
los resultados del aprendizaje (evaluación de rendimiento
mediante pruebas estandarizadas), definición de mínimos curriculares y estándares de aprendizaje, evaluaciones de la calidad profesional de los docentes (mediante la identificación de “competencias” pedagógicas),
pago por rendimiento, etcétera, que constituían dispositivos que, en los hechos, significaban un reforzamiento de los controles externos sobre el trabajo de los docentes. Esta contradicción explica la oposición generalizada
de los sindicatos docentes a esas iniciativas de profesionalización generadas por expertos y técnicos, que jugaron
un rol relevante en los programas de reforma educativa.
Perspectivas
La profesión, que en ciertas ocasiones tiende a reducirse al mejoramiento de formación docente incorporando dosis crecientes de conocimiento científico-técnico en el trabajo docente, no se reduce a esta cuestión.
Es probable que una nueva identidad del trabajo docente pase por una combinación renovadora de componentes de la profesión, la vocación y la politización. Las
tres dimensiones de este oficio deben encontrar una nueva articulación a la altura de las posibilidades y desafíos
del momento actual. La racionalidad técnico instrumental del oficio debe ser fortalecida para potenciar las capacidades del docente en la solución de los problemas
complejos e inéditos de la enseñanza y el aprendizaje.
Pero es preciso acompañar esta dimensión racional técnica del oficio con elementos de tipo afectivo, asociados
a la vieja idea de la vocación. Como se dijo antes, la docencia requiere un plus de compromiso ético/moral, de
respeto, de cuidado y de interés por el otro; es decir, por el
aprendiz concebido como sujeto de derechos.
Por último, la docencia no es una actividad neutra, no es
un trabajo individual sino doblemente colectivo. Es colectivo en la medida en que el maestro no trabaja solo, sino que la enseñanza aprendizaje es el resultado de un
trabajo en equipo (el docente como intelectual colectivo). Y es colectivo en cuanto trasciende la mera “formación
de recursos humanos”.
En este sentido, es una actividad profundamente política.
Es decir, comprometida con la formación de la ciudadanía
activa y la construcción de una sociedad más justa, más
libre y por lo tanto más “humana”. Las evidencias indican
que estos tres componentes están presentes, en mayor
o menor medida en la consciencia colectiva de la mayoría de los docentes latinoamericanos (Tenti Fanfani, E.;2005). Para institucionalizar una nueva síntesis se requieren políticas de negociación y acuerdo entre los actores
colectivos interesados (gobierno, expertos, corporaciones
docentes, etcétera), que permitan conciliar los legítimos
intereses corporativos del colectivo docente con los intereses generales de la sociedad.